La falta de oxígeno por agotamiento ya produjo más de dos centenares de zonas muertas en los mares desde los años ’60. Las zonas se van duplicando cada diez años en todo el mundo.
Hasta 220 regiones marinas no tienen vida por culpa del hombre. Son zonas costeras, generalmente cerca de la desembocadura de grandes ríos, que sufren un proceso de agotamiento del oxígeno. Las más conocidas y estudiadas están en el golfo de México –frente a Luisiana, donde vierte sus aguas el Mississippi–, en el mar Báltico y en el mar Negro, que tiene la mayor de estas zonas permanentes (más de 20.000 kilómetros cuadrados).
El tamaño de estas zonas varía con el tiempo. Greenpeace calcula que cuando llegan a su máxima expansión esta superficie se triplica y alcanza los 70 mil kilómetros cuadrados (como si toda la vida desapareciera de toda la isla de Irlanda).
La causa de este desastre medioambiental es, una vez más, la acción humana. El proceso se inicia cuando los ríos recogen el exceso de fertilizantes utilizados en los campos del interior o cerca de zonas de vertidos industriales.
La alta concentración de nutrientes (los restos orgánicos y los fertilizantes que no han sido absorbidos por los cultivos) produce una primera explosión de vida: las algas y el plancton se multiplican sin control. Pero con su proliferación sellan su muerte. Al multiplicarse, consumen el oxígeno del agua. Es lo que los científicos califican como un ciclo de hiperoxia –exceso de oxígeno– que desemboca en uno de hipoxia –falta de este gas vital para la vida–. Cuando se llega a esta segunda fase, los animales que pueden moverse huyen, pero las plantas, los corales o los animales más lentos, como los crustáceos, se asfixian. De hecho, el proceso se describió por primera vez justamente cuando se observó una elevada mortandad en los criaderos de langosta del Báltico.
El investigador Robert Díaz, del Instituto de Ciencia Marina de Virginia y una de las mayores autoridades del mundo en el fenómeno, calcula que actualmente existen en el mundo entre 200 y 220 de estas zonas. En su anterior recuento –de hace unos cinco años– eran cerca de 150. Sus cálculos coinciden con los de Naciones Unidas, que ha advertido del “rápido aumento de estas zonas”.
La mayoría son zonas muertas periódicas. Coinciden con la llegada de las lluvias tras el verano. El agua recoge los excedentes de nutrientes de los campos de cereales, profusamente abonados en los países ricos. En los deltas y las desembocaduras, si las corrientes no los dispersan, ponen en marcha el proceso.
La relación con el desarrollo está clara. Desde los años sesenta del siglo XX, el número de zonas muertas identificadas se duplica cada década: 10, en 1960; 19, en 1970; 37, en 1980; 68, en 1990. Y su reparto –casi todas en el hemisferio norte– confirma su vínculo con prácticas de agricultura intensiva. Su localización no deja lugar a dudas: las costas de Norteamérica y Europa son las más castigadas. En cambio, apenas aparecen zonas muertas en Africa y en Asia, aunque este último continente va a incorporarse al proceso.
Esta evolución se va a agravar por el calentamiento, adelanta Díaz. El aumento de la temperatura y de las concentraciones de CO2 en la atmósfera van a influir en el régimen de lluvias. Los pronósticos indican que lloverá menos, pero de manera más torrencial. En consecuencia, el arrastre de materia orgánica será mayor y en menos tiempo. La desertificación impedirá que las capas superficiales de la tierra se fijen, lo que acarrea una pérdida de nutrientes, y los agricultores intentarán paliar el empobrecimiento de sus fincas intensificando el uso de abonos. El resultado será un círculo vicioso que implicará unos mayores vertidos de fosfatos y nitratos al mar: más alimento para las algas, y, a medio plazo, menos oxígeno disuelto.
Además, se alterarán las corrientes marinas, que son las encargadas de diluir el proceso. Las consecuencias de este fenómeno ya se han hecho evidentes en las zonas más castigadas. “La pesca en muchas regiones del Báltico y el mar Negro ha desaparecido prácticamente”, dice Díaz. En el golfo de México y la costa atlántica y del Pacífico de Estados Unidos, estuarios, fiordos y, en general, espacios cerrados también empiezan a acusarlo, añade.
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