En la Biblia ya se hallan antecedentes del anhelo de un Estado judío propio, esa
tierra prometida tras el cautiverio sufrido por los israelitas en Babilonia, en 597 a. C.;
y tras la diáspora ocurrida cuando los romanos destruyeron Jerusalén en el año 70.
Se sucedieron los siglos hasta que en el XIX, cuando el actual territorio de Israel pertenecía al Imperio otomano, se fue concentrando una población judía.
Después de la Primera Guerra Mundial, la iniciativa de crear un Estado israelí en plena Palestina fue respaldada por Inglaterra y otros países aunque nunca abiertamente y siempre con reservas.
La llegada de judíos procedentes de Europa y del norte de África no cesó, y así se creó la Agencia Nacional Judía, auténtico embrión de la gestación de la nueva nación, que se consolidaría tras la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto nazi.
La gestión británica del territorio se vio desbordada por la presión sionista, incluida la de movimientos terroristas como Hagana, Stern y Irgun Zvai Leumi.
La complicada situación fue entonces puesta en manos de Naciones Unidas, que en 1947 decidió repartir el territorio entre árabes y judíos, dejando Jerusalén bajo el arbitrio de la institución internacional.
David Ben-Gurión lideraría la proclamación del Estado de Israel el 14 de mayo de 1948, lo que provocó la inmediata reacción palestina y árabe y el consiguiente primer estallido armado.
Las modernas tácticas y armas dieron la victoria a Israel, que en 1950 se permitió hacer una llamada de “regreso a la patria” a los judíos distribuidos por el mundo.
Sin embargo, los conflictos no han cesado nunca: Guerras de Suez (1956), de los Seis Días (1967) y de Yom Kipur (1973); invasión del sur del Líbano (1978)
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