Día sí, día también, Yang cruza medio Shanghai a golpe de pedal y aparca su triciclo a las puertas de un mercado del centro de la ciudad. Una a una, amontona sobre el carro cientos de cajas de poliestireno expandido que los comerciantes ya no necesitan. Para cuando el tetris de desperdicios alcanza la altura de un segundo piso, las gotas de sudor descienden por sus mejillas.
La mujer se parapeta en el hueco que queda al manillar y, enterrada en la montaña de corcho blanco, tira de su vida dando tumbos y abriéndose paso entre bicis, coches, autopistas elevadas y rascacielos. A 'la chica del plástico', como la conocen en el barrio, le quedan dos horas de arrastrar su miseria hasta un centro de reciclaje. Eso, si todo va bien. "Hay veces que las cajas se caen", explica.
Como en la mayoría de las ciudades chinas, en Shanghai tampoco hay un programa oficial de reciclado. La recogida selectiva es espontánea, y se repite en cada esquina. Papeleras y contenedores, donde los hay, son desvalijados varias veces al día por un ejército de 'carroñeros', el gremio del que forma parte Yang.
Miles de intermediarios anónimos que engrasan la cadena del reciclaje, pero que el Estado no tiene capacidad para institucionalizar a día de hoy. Informales, sí, pero también indispensables para mitigar la 'crisis de basuras' que amenaza al país.
Porque además de riqueza y bienestar, el desarrollo económico ha disparado el volumen de desperdicios que se generan en China. Ambos fenómenos convergen en las grandes megaurbes, donde el manejo de la basura resulta insostenible bajo el modelo actual.
Al borde del colapso
Un comité municipal de la capital avisaba la semana pasada que Pekín se encuentra al borde del colapso: sus 17 millones de habitantes generan 18.000 toneladas diarias de desperdicios, 7.000 más de las que pueden digerir los 13 vertederos municipales. Dos de ellos han superado ya su límite de capacidad y el resto se llenarán en cuatro o cinco años teniendo en cuenta que los pekineses generan cada año un 8% más de basuras.
El problema es común en las grandes ciudades de este vasto país, pero no exclusivo de China. Es una 'migraña global', un reto en la gestión de viveros humanos de gran tamaño. Como Shanghai, que con sus 19 millones de habitantes generó en 2007 un volumen de basura capaz de llenar cinco veces la torre Jinmao, el tercer edificio más alto del mundo.
A su principal vertedero, Changshengqiao, le quedan 15 años de vida, dos menos de los previstos cuando se planificó. Porque en China, el 90% de la basura que gente como Yang no puede revender va a parar a este tipo de lugares. El resto se incinera, y sólo una pequeña fracción recibe otros tratamientos.
A corto plazo, la solución pasa por abrir nuevas instalaciones, pero las autoridades se han topado con un nuevo obstáculo: una ciudadanía cada vez más contestataria que no quiere vertederos o plantas incineradoras en la puerta de su casa. En marzo, el Gobierno canceló la construcción de una planta de biotratamiento de basuras en las afueras de Pekín por la oposición de los residentes, que temían ver contaminados los acuíferos locales.
"Aunque estamos dispuestos a pagar precios altos, tenemos grandes problemas para encontrar tierras", admitía al 'Global Times' un funcionario del gobierno municipal.
"Los métodos alternativos más sostenibles, hoy por hoy, resultan demasiado caros", explica a elmundo.es un experto de la Universidad de Tongji que no quiere ver publicado su nombre porque asesora al gobierno en la materia. "De momento, la orden es diversificar e introducir más plantas de incinerado y tratamiento de basuras".
Pero desde ahora, señala, China debe introducir programas de reciclaje y aprobar normativas para penalizar o gravar la generación de basura. Según las autoridades, la prohibición de las bolsas de plástico gratuitas, por ejemplo, ha contribuido ya a reducir un 65% los deshechos de polietileno en apenas un año de vigencia.
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