En el este de la isla más grande del mundo viven los últimos representantes de la antigua cultura esquimal. Visten con ropa deportiva y compran en el supermercado, pero en ellos habita el alma reencarnada de sus antepasados cazadores.
Ittoqqortoormiit. Uno tarda bastante más en aprenderse el nombre de este pueblo que en recorrerlo. Son apenas un puñado de casas de madera, del color de la pintura que llegó en el último barco (verde, azul, rojo), cuatro o cinco caóticas calles sin asfaltar y la estación meteorológica danesa. Para quienes no se sientan capaces de pronunciar su topónimo esquimal existe una alternativa algo más fácil: Scoresbysund, el nombre que le dio un capitán ballenero que en el siglo XIX exploró este laberinto de fiordos atragantados de icebergs en el que se encuentra el asentamiento. Sus habitantes eran entonces unos mil y siguen siendo unos mil. Aun así son casi todos los seres humanos que viven en esta parte de Groenlandia, la más remota de uno de los países más remotos del mundo. Si uno quiere conocer lo que queda de la cultura esquimal en Groenlandia tiene que venir aquí, aunque no sea fácil.
De hecho, Ittoqqortoormiit solo es accesible por helicóptero cuando hay buen tiempo y por mar durante los meses del deshielo. El resto del año la población permanece recogida sobre sí misma, replegada en una especie de metabolismo basal similar al de un oso que hiberna o un ser humano que duerme.
Ahora la bahía está más o menos libre de hielo y en el pueblo hay una actividad frenética. Parece que están de fiesta, pero es al revés: es el día de más trabajo de todo el año. Frente a Ittoqqortoormiit está anclado uno de los gigantescos cargueros rojos de la Royal Arctic Line, la compañía pública danesa que abastece a la población de Groenlandia (es una colonia de Dinamarca). Aquí no hay más puerto que la playa y las lanchas van y vienen a ella trayendo los contenedores que luego se ven por todas partes. Esos contenedores son casi más numerosos, y a veces más grandes, que las casas y le dan a Ittoqqortoormiit el aire de estar de mudanza. Mientras, los niños se suben a nuestras lanchas sin que nadie les diga nada. Los esquimales creen en la transmigración de las almas, por lo que reñirle a un niño sería como amonestar a un respetable abuelo. Nadie se atreve.
En el pueblo, los perros, nerviosos por el trasiego de mercancías, ladran todos a la vez. También ellos son más numerosos que los humanos, y parecen ubicuos: sueltos por los caminos, encadenados a las paredes? Veo tres de ellos dormitando tranquilamente sobre un sofá, en un porche. Son como motos aparcadas en espera de que llegue el invierno, cuando se convierten en el único medio de transporte posible arrastrando los trineos. Fuera del perímetro de Ittoqqortoormiit, en miles de kilómetros a la redonda, no hay caminos, ni menos aún carreteras, y el perro, más capaz que una moto de nieve a la hora de detectar una grieta en el hielo, se vuelve indispensable para la caza.
Porque los esquimales de Ittoqqortoormiit son cazadores, quizá los últimos que quedan en Groenlandia. Dinamarca, siguiendo una política paternalista y más o menos bienintencionada, logró apartar a la mayor parte de los esquimales de su cultura tradicional, sedentarizándolos a la fuerza. El previsible resultado fue depresión, suicidio, violencia doméstica y un problema de alcoholismo tan grave que en el sur del país los jóvenes raperos escriben letras no sobre su adicción a las drogas, sino de la de sus padres y abuelos? Ittoqqortoormiit, en cambio, sigue conservando la caza, y con ella la autoestima (lo que no quiere decir que el alcohol sea desconocido, ni mucho menos).
Los hombres y mujeres de Ittoqqortoormiit cazan focas, caribúes, morsas y ocasionalmente osos polares? Cazan todo lo que pueden, y según las autoridades cazan demasiado. Los antropólogos daneses los defienden alegando su creencia de que cuando un animal muere es porque se ha dejado matar; los ecologistas daneses responden que esa es la excusa más estúpida, disfrazada de folclore, que han oído en su vida. En Copenhague hay grandes discusiones sobre este asunto, pero en Ittoqqortoormiit piensan que están locos tanto unos como los otros. Es el eterno, irresoluble debate entre la tradición que destruye unas cosas y la modernización que destruye otras.
Lo más que han podido hacer las autoridades es tratar de desviar los impulsos depredadores de Ittoqqortoormiit hacia el consumismo poniéndoles un supermercado en el que hay de todo, además de prohibir la exportación de productos derivados de animales. Que la prohibición no se lleva muy a rajatabla lo delata que en la mayor representación del Estado en este lugar, la oficina de Correos, se vendan focas disecadas. Último esfuerzo de las autoridades para desanimar a los compradores: las guías insisten en que los esquimales curten las pieles con su orina.
Barbie, junto a los rifles
Todo hay que decirlo, el supermercado ha obtenido mucha mejor acogida en Ittoqqortoormiit. Es cierto que hay de todo, aunque sea en un desorden parecido al del pueblo: la muñeca Barbie junto a los rifles de caza, la fruta entre las cajas de munición. Yogures, zumos, incluso helados? Todo viene de la lejana Dinamarca.
Pero el supermercado ha vestido a los esquimales de deportistas sin lograr arrancarlos del todo de su mundo. Pocos siguen sus estudios en secundaria, para lo que tendrían que irse a una ciudad. De los que lo hacen, la mayoría se hunden en la depresión y acaban regresando con sus familias y sus perros de tiro. Esa depresión recibe en su lengua el nombre de perlerorneq, que curiosamente sirve también para describir a un perro con rabia.
El resultado es que nadie habla aquí otra lengua que no sea el groenlandés. Tampoco importa mucho, porque el esquimal no es precisamente locuaz. Hasta para decir «sí» se limita a levantar las cejas, y eso es lo más lejos que suele llegar una primera conversación con un extraño.
Los hombres del tiempo
Para quien resulta más desesperante esta actitud taciturna es para los tres daneses que trabajan en la estación meteorológica, que no se sabe si domina el paisaje de Ittoqqortoormiit, o si simplemente desentona de él. Se quejan de que los esquimales los ignoran, no se entienden con ellos. Uno de estos científicos, Erik, habla con orgullo de su pequeño observatorio, crucial para predecir el tiempo de Europa, porque es el que vigila la salida del frente polar. «Durante la Segunda Guerra Mundial, los nazis y los americanos se mataron por controlarlo». Pero no parece que a Erik esta posición de hombre del tiempo lo llene. Confiesa que la vida en Ittoqqortoormiit es dura, sobre todo en el invierno: «Nuestra mayor diversión, en realidad la única, es soltar un globo sonda cada día a las doce en punto. Con eso está dicho todo». Me pregunto si Erik no sufrirá también él de perlerorneq, la depresión o rabia que se apodera de los humanos o de los perros en esta esquina helada del planeta.
De vuelta a la playa nos encontramos con que, si es verdad que los esquimales se reencarnan, las almas de los abuelos de estos niños del pueblo han estado haciendo de las suyas. Se han puesto nuestros chalecos salvavidas y juegan a hincharlos. «Ciento cincuenta dólares la broma,» masculla uno de los marineros. Pero es conmovedor ver a estos chavales interesarse de esta manera por las lanchas. No las toquetean con la curiosidad de niños, sino de adultos. A su edad ya son diestros con el kayak, la canoa, y su interés por las zódiac lo llevan en los genes. Quizá sea cierto, pienso al verlos, que sean grandes cazadores del pasado reencarnados.
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