Kingston, impensable hogar de Bob Marley
Escuchamos Jamaica y de inmediato pensamos en Bob Marley, en Reggae, en ron y los más entendidos tal vez en marihuana, pero sin duda todo esto lo enmarcamos en un ambiente paradisiaco, con mar turquesa, playas de arena blanca, cocos con adorno de paragüitas y bellas mujeres en bikini.
Sin embargo, Kingston está muy alejado de esos pensamientos...
En la capital jamaicana la mayoría de los hoteles no están instalados a la orilla de la playa, sencillamente porque aquí el oceano baña las rocas sin arena de por medio. El mar no es azul turquesa, no deja ver peces exóticos, es un mar "industrial" con azules intensos, profundos y barcos de carga.
En las rocas que delimitan la tierra del agua no hay turistas, hay esbeltas y brillantes figuras color onix que no son más que niños pescando con un cordel y una carnada rústica. El tiempo que les toma atrapar un poco de comida los hace ver como estatuas y uno tarda en averiguar si en verdad están vivos.
Salir del hotel no es una tarea segura. Para recorrer la capital jamaicana hay que tener cuidado, tomar precauciones; Kingston no es un sitio plácido para los turistas que no tienen la facilidad de rentar un auto o pagar un tour. Para la prensa mexicana siempre estuvo a la mano un minibús que recorría las calles a toda velocidad, sobre todo al pasar por el centro donde abunda la pobreza, la vendimia, los ambulantes, el ajetreo de una zona parecida a La Merced mexicana pero climatizada al caribe.
El museo de Bob Marley es un sitio obligado e imperdible. El ambiente tropical que encierra lo que era la vivienda del músico y luchador social, tiene aún en su interior la vieja Land Rover azul militar que manejaba y algunos utensilios que representan vestigios de cotidianeidad.
Verdes, amarillos, rojos... El entorno se vuelve mágico. La fortuna de encontrarnos con un grupo de niños que visitaban el lugar y que posaban felices para la foto, hicieron muy alegre el momento. Los chamacos sonreían a tope, con esa blancura que se vuelve más intensa contrastando con la piel morena; algunos hacían signos de reggae, de rap, de barra brava.
Un perico amarillo es perfecto imán para cualquier visitante, sobre todo cuando en su jaula decide hacer todo tipo de peripecias para tomar un poco de agua. Un restaurant, una pintoresca taquilla y un sector del jardín vuelto estacionamiento, nos recuerdan de golpe que la casa ya no se habita... se visita.
Y entonces debemos fotografiar la estatua del músico y una barda con fotos suyas, incluyendo una jugando futbol.
El regreso a las calles es confuso. Para nosotros, el simple hecho de que se maneje por la izquierda con los autos portando el volante en la derecha, implica una serie de golpes de pánico al ver que los coches en sentido contrario vienen en el carril erróneo para nuestra costumbre; y si a esto le agregamos que el manejar rápido y zigzaguente es una costumbre, el traslado resulta una aventura.
Tras ese sentido inverso de la vialidad, no puede uno más que sonreir cuando descubre en los letreros de las patrullas que en Jamaica no se llama al 911, sino a su número al espejo, el 119. La mente inmediatamente relaciona, "todo es al revés aquí".
Un anuncio en el radio increpa el ambiente, es el comercial de la estación de radio sintonizada que invita a seguir el partido ante México. "Mañana juega el Tri", reubica nuestro cerebro.
Kingston es Kingston... No es la Jamaica que vemos en las películas, la de la línea de conga y los pechos al sol. Kingston es una capital poco desarrollada, que sufre de pobreza, de marginación, de calor extremo, pero también goza de gente alegre, de la esperanza infantil cuando a la hora de salida de la escuela los niños caminan sonrientes con ovelores color caqui adornados con corbata roja y las niñas con vestido azul y camisa blanca.
Mientras tanto, el chofer del autobús prevee, "México es el mejor equipo de la zona... para que gane Jamaica, México tendría que no salir a jugar", un tanto sincero, un tanto diplomático en pos de propina. Pero todos sabemos que este sábado en Kingston, el Tri tendrá un duro partido, con soundtrack de reggae, humos de marihuana, litros de ron y esa alegría caribeña que en un momento y sin transición, puede transformarse en agresividad.
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